En estas épocas desmitificamos a las emociones, las
desmenuzamos, las ponemos patas arriba, pero a la tristeza no, es como si
intentásemos ocultarla. Quizás en esta posición ante el mundo de mostrarnos
fuertes, enteros, "ganadores", si se quiere, nos es difícil aceptar
que estamos tristes, no comprendemos y no comprendemos a los demás cuando se
animan a decirlo. Hoy en día ser feliz es una obligación, pareciera. Por eso
creo que se ha enviado a la tristeza a un país sin nombre. Ha sido destituída.
Nadie quiere estar con un triste, nadie quiere ver tristeza. La tristeza es
algo que no se nombra, y si no se nombra, no se ve. Y al convertirla en
invisible, creo, se vuelve más fuerte. Y nos agobia. Claro, sin saberlo, porque
nos sentimos tristes, pero de tanto negarla, no podemos ponerle un nombre a
eso. Ahora, con la pandemia, se comenzó a visibilizar, es como si hubiera
mandado una postal de ese país olvidado en el que la encerramos, y nos dijera "Mirá
que yo estoy aquí"... Y cuando lo vemos en los niños, ahí nos
desesperamos. Como si nosotros, los grandes, nos costara decir "Pucha, yo
también estoy triste". Si lo reconociéramos comenzaríamos a aclarar un
poco el panorama. Pasa que estamos tristes, pero de alguna manera nos sentimos
culpables por ello. Algo no anda bien en nosotros, pero "jaja",
"yo estoy bien, viva la Pepa!" Y luchamos por eliminar eso molesto
que no sabemos nombrar. Ahí nos resquebrajamos.
Dolores que nos desgarran y
quizás al no reconocerlo es lo que lleva que ese "resquebrajarnos"
del que me refería antes, se intensifique. Cosas que nos causan mucha tristeza.
Reconocer esa tristeza, ayuda. Mucho. Y si bien eso del "tiempo lo cura
todo" no es tal cual, no siempre pasa. Pero reconocer que estamos tristes
y dar ese tiempo para ver qué hacemos con ese estado de tristeza es bueno. (Fragmento del análisis de Alicia Abatilli)
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